No les aconsejo que acepten una discusión sobre
asuntos de Ciencias Naturales, clima o Ecología con las chicas y los
chicos que organizaron el “Sapari 2005”, dentro del Centro Cultural de
la Universidad Católica, cerca de la avenida Doce de Octubre.
Lo que pasa es que usted, audaz lector, si es que quiere de todas
maneras probar fortuna, tiene todas las de perder. Y hasta ser vencido
con una buena dosis de vergüenza.
Se entiende el pronóstico, ya que al menos dos de los coordinadores del
más notable -¡y popular!- evento científico acerca de sapos y ranas que
se haya organizado en Quito, están muy bien preparados. Cuando invité a
dos de ellos, los biólogos no mayores de 23 ó 24 años, a la TV, Andrés
Merino y Martín Bustamante, confesaron con toda sencillez que no hubiera
podido tenerse el “Sapari” -palabra un poco rara que sugiere salir hacia
la aventura del conocimiento, a través de parajes húmedos, con emociones
de curiosidad e incertidumbre, si hubiera faltado el sustento de 30 años
de investigaciones rigurosas; agregaron que desde la definición del
proyecto se había trabajado sin descanso otro par de años y que las
semanas anteriores a la apertura habían sido frenéticas, cuando la
“minga” de colaboración exigió hacer de carpinteros, discutir cada
palabra de los carteles y aportar con la máxima creatividad de todos los
participantes.
¿Y los dineros? Porque nada se daba gratuitamente. Los dos biólogos
reconocieron con nobleza que las autoridades universitarias tuvieron el
coraje de apostar por la iniciativa y que catalizaron los aportes de
empresas, aun algunas que no tienen que ver con el medio ambiente, y de
organizaciones no gubernamentales, como es el antipático y extranjero
nombre que se ha puesto de moda. Por prudencia me abstuve de preguntar
lo que había pasado con las organizaciones sí gubernamentales de este
país.
Y entonces vino una catarata de datos. Hasta la sexta semana ya habían
visitado, y aprendido de la exposición, más de 40 000 personas de todas
las edades. Y el número seguía aumentando cada día, lo que llevaba a
creer que se prorrogaría el tiempo del Sapari y, que las iniciativas
culturales pueden ser un éxito, cuando están bien planificadas y mejor
conducidas.
Otro dato es el peligro real que acomete contra la biodiversidad del
Ecuador. Hay que prender un enorme SOS antes de que el ambiente natural
se convierta en enfermo incurable y con él los 12 millones de habitantes
humanos. Las causas están identificadas: hay cambios climáticos
vertiginosos: en un siglo la temperatura promedio de Quito se ha elevado
en dos grados, con ritmo cuatro veces más rápido que el de otros lugares.
La deforestación avanza con avidez devoradora; se han abierto carreteras
destinadas a tumbar árboles viejos y de madera finísima, de modo que
cuando pregunté si había alguna política oficial de desarrollo
sostenible, fue el único momento en que oí reír a los dos biólogos: “lo
que hay son tendencias destructivas de agresividad que empeora cada año”,
dijeron.
Coincidieron en una evidencia pedagógica de primer orden: ¡solo se
aprende y recuerda siempre, lo que se capta con gusto y novedad! De
suerte que ante tan abundantes dosis de ciencia y sentido común, me
reservé la única duda que todavía revoloteaba: Merino y Bustamante
afirmaron que de siete especies de sapos que había dentro de Quito,
cinco habían desaparecido y dos subsistían precariamente. Pero yo me
pregunté en secreto: ¿cómo puede sostenerse que hay menos sapos en la
capital, si todos los días se muestran sapísimos, sapos de la Grecia,
batracios, renacuajos, huilli-huillis, sabandijas en multitud
innumerable, dentro del Ejecutivo, el pobre Congreso y las cuarteadas
oficinas de las cortes
|