N
O C H E B U E N A
José Miguel
1967
“Ayer nació Alberto. Es el niño más bello que una madre pudo concebir. Los últimos minutos antes de su llegada me parecieron más largos, como los corredores de un convento. El dolor marchaba en mi cabeza al paso de los latidos del corazón. Las lágrimas ardientes que derramaba no eran líquidas, eran trozos de fuego cristalino que laceraban las mejillas. ¡Como te extrañé! Me hacía falta tu mano fuerte oprimiéndome, jugando con mis dedos. El cuarto todo blanco brillaba por tantas luces. Sobre mis ojos había una lámpara que se fraccionaba en mil astillas chispeantes al pestañear. Quería verte, oírte, sentir tu aliento. El pequeñito se movía en mi vientre y yo rodaba infinitas gradas en espiral. Las sienes se bañaban en brasas líquidas. En mi recuerdo habían dos imágenes: la de la Virgen y la tuya. Después de mi último gemido, ronco como el eco de un túnel, salió de mí, lo sentí y luego oí su grito, el primer llanto, su primera protesta contra el dolor. Fue corto, sonoro, penetrante, como el grito aquel de nuestro reencuentro, ¿te acuerdas? Han pasado ya casi dos años. Tú regresabas por fin, te había esperado tanto. La neblina de la terminal de buses obscurecía el andén; las voces, los pañuelos, muchos uniformes típicos de soldados pero tú no estabas…había tanta gente. Solo cuando oí tu voz, mi nombre abriéndose paso entre ondas ensordecedoras, te encontré, era tu rostro pálido, delgado, el pelo desordenado sobre tu frente amplia, tus ojos negros y los labios cálidos que se movían al balbucear sin recelo tantas palabras dulces. La mañana está tibia. A través de los vidrios veo el cielo y unas nubes lejanas, blancas como las sábanas, como mi piel, como los bordes de tu retrato. Aquí le tengo Alberto, mueve sus manecitas muy despacio, tiene mucho pelo rubio, ¿por qué no heredó el color del tuyo? Yo quería que fuese negro, no igual al mío. Ojalá que después lo cambie. Su naricita, su boca, son las tuyas reducidas a tamaño de figura y eso parece: una obra de arte en porcelana, con movimientos y sonidos. ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué tengo que contarte todo esto con algún detalle? Te quiero a mi lado. Los dos sentados sobre el pasto húmedo, dulcemente apretada por tu brazo, las mejillas juntas, mirando silenciosos el agua, ese pequeñito sendero de burbujas y espuma que corría tan cerca de nuestros pies aquella tarde. Algún momento exclamé: “Me encantaría ser un arroyuelo, a él nada le detiene”. Quisiera que se repita esa noche en que tomados de la mano, bajo el espeso matorral que nos cubría, la lluvia incesante nos cercaba. Nuestro cabello tenía tanta agua como una esponja y chorreaba por la frente. Las luces de los autos iluminaban miles de gotitas que caían en orden. Las huellas que dejaban las llantas se diluían al instante, como las figuras de humo, como las letras escritas en el agua de un estanque. La luz del lugar cambiaba de intensidad según el movimiento de los vehículos. Una sola luz era igual, la misma durante esa media hora: la del foquito colgado en lo más alto del poste. De pronto dijiste en tono poético: “Solo ese poste, lavado como un alma, nos mira”. Tu ausencia es cruel. Te imagino tomando al niñito en tus brazos, admirado, extasiado, serio como el día de nuestra boda. Después sonreirías y te acercarías lentamente a dejar un beso en mi frente, como solo tú sabes hacerlo. La puerta está entreabierta y miro al pasillo por donde pasan tantas personas. Casi todas llevan paquetes de todos los tamaños: grandes, pequeños, con lazos, colores y cintas. No alcanzo a ver el árbol de Navidad. Me dicen que está lindo, lleno de luces, ya lo veré mañana. Cuando hay viento suenan unas campanitas como muchas vocecitas tiples, instantáneas. ¿No será que alguien lo mueve? Tú lo hiciste, ¿recuerdas?, en la navidad pasada moviste el árbol despacito y sonaron las campanitas, se movieron los bombillos y yo con los ojos sorprendidos contemplé aquel derroche de color y vaivén. Nada se cayó ni se rompió. Otro bombillo fue el que se rompió, el de la envoltura del regalo que me diste, al guardarlo en el cajón del velador. Todavía conservo los fragmentos, perdóname, al retornar a casa te obedeceré y los botaré. No sé cuantos días más voy a estar aquí. Creo que dos o tres. Apenas salga voy a correr hacia ti y apretar tus labios con los míos, aunque los barrotes nos estorben. Nuestro recién nacido vendrá conmigo vestido de azul y verás su carita y podrás acariciarlo por unos minutos. Ya lo tendrás más tiempo, toda la vida y muy pronto mi amor, porque vas a salir ya que Dios, al traernos al niño, nos manda sus bendiciones. Con él llegarán la justicia y tu libertad. Volveremos juntos a casa. Los vecinos nos verán llegar y nos llamarán, nos harán señas desde las ventanas y tú sonriente les contestarás. Levantarás al niño para que todos le vean y gritarán, como tú cuando les digas orgulloso: ¡es varón! Ya llega ese día, está cerca. Lloro más de esa alegría que por pena. No verte hoy es terrible, no oírte a las doce, cuando apaguemos las luces, gritemos “Nochebuena” y luego nos abracemos; ese momento, cuando los labios se niegan a repetir todo lo que el corazón revela. Pero estarás conmigo, le sé y abrazaré tu amor, besaré tu sonrisa y adoraré tu mirada soñadora, enamorada. Y después de quince días, en el juzgado, todos oirán pronunciar al juez la palabra “Inocente” pues comprenderán, tienen que comprender, que no hiciste nada malo, que solo fuiste instrumento del destino porque no has matado a nadie. Ese hombre apareció de pronto, cuando tú volteabas la esquina y apretaste el freno desesperadamente. Los pasajeros que llevabas en el taxi discutían violentamente y te exigían rapidez. El charco de agua en que resbaló se tiñó de rojo y aunque tú le llevaste enseguida al hospital, murió en el camino. Solo entonces viste su cara y reconociste al policía que agredió a tu hermanita hace meses y le juraste venganza. Pero no has cometido ningún crimen, no lo has hecho por desquitarte. Eres bueno, fue el destino, la suerte aciaga. No sufras más Alberto, ya verás que todo sale bien. Esta noche descansa, sonríe y recuérdame. Estaré contigo, junto al regalo que te mando, diciéndote dichosa: Feliz Navidad amor mío. Tu esposa que te adora.” |