SOLCA - HACE MUCHOS AÑOS...
José Miguel Alvear
1963
Indudablemente era un día alegre. La luz deslumbrante del sol hacía resaltar los colores e inundaba balcones y portales, en su reluciente afán de invadirlo todo. Cualquier superficie pulida, al enfrentar por segundos los rayos, estallaba ardiendo y desaparecía. Soportando despreocupado aquel baño cálido estaba un niño, en el centro de la Plaza Grande. Su estatura no alcanzaba ni el medio metro. La boca entreabierta, una mano en el bolsillo y la otra revolviendo el cabello, completaban la figura del inquieto y delgado pequeñuelo. Se había detenido a contemplar el monumento, en su diario caminar al hospital, para visitar a su abuelita. El lomo y la melena del león brillaban, pero más le atraían sus colmillos punzantes y a la vez le infundían miedo. A pesar de distraerse admirando al cóndor, las cadenas, el escudo y las banderas, se sentía inexplicablemente obligado a mirar con sistemática frecuencia, las fauces amenazantes. Los múltiples destellos de las letras de una placa, le forzaron a fruncir las comisuras de los párpados. Debían ser nombres o acaso la descripción de la escena que arriba estaba grabada; pero él todavía no sabía leer. Se veían muchos hombres vestidos a la antigua y entre ellos … ¡sí! … ¡era un soldado! Con uniforme y fusil, idéntico al que estaba en una vitrina, desde hacía días, semejante al soldado que él mismo quería ser más tarde, como lo había sido su padre. Y su recuerdo voló hacia el muñequito del almacén. Le había contemplado muchas veces estando solo, hasta que llevó a su abuelita a verlo para arrancarle la promesa de que le regalaría. Por fin ayer, desde el lecho que ocupaba en la pequeña sala del hospital, ella le ofreció comprarle, cuando le den el “alta”, después de la operación. Ojalá salga pronto, musitó esperanzado al volver de su ensueño y su sonrisa fue a morir en la boca de la fiera, desgarrada entre sus dientes terribles. Dobló el cuello y levantó la mirada hacia la cima de la escultura para observar la estatua de esa mujer que en forma admirable soportaba ventarrones y temblores. “Simboliza la libertad” le había enseñado la abuelita. “Si quieres ser libre, has de ser honrado y justo, así nunca sufrirás”. Pero el aún no comprendía que eran la honradez y la justicia. Me voy corriendo, resolvió de pronto, después de echar la última mirada a los desafiantes incisivos del león. No detuvo su carrera sino al cabo de tres cuadras, frente a la puerta llena de vidrios por la que había pasado ya ocho días seguidos, de ahí que el portero no le detuvo y subió enseguida. Al llegar a la última grada volteó y junto a la puerta de vaivén las cinco letras enormes anunciaban como siempre: … ¡no se qué! La abrió apenas y vio a pocos pasos a los vecinos, la pareja de viejos amigos que habían traído a la abuelita al Hospital, conversando con un doctor vestido de verde desde los zapatos hasta la gorra que envolvía su cabeza. - Lo siento mucho, oyó que decía el médico, el cáncer está generalizado. No queda nada que podamos hacer... Tenía que esperarlos afuera y eso le fastidiaba. Aprovechó el tiempo en averiguar que las cinco letras decían SOLCA y esa nueva palabra se incorporó a las tantas cuyo significado desconocía. Apenas salió la pareja de vecinos se unió a ellos y preguntó: - ¿Cuándo saldrá mi abuelita?... Le pareció que la señora lloraba detrás del pañuelo que sostenía en la nariz. El esposo, un hombre moreno de cabellera gris, le tomó de la mano y empezó a decirle lentamente. - Mira Carlitos… sabes… Y Carlitos empezó a vivir. |